Artículo | “Fotografiar la Incertidumbre” Ricardo Jiménez y Aarón Sosa, dos fotógrafos venezolanos en cuarentena. Por Erik Del Bufalo
El ojo y la certeza están casados desde la antigüedad. Nuestra forma de tomar conciencia del mundo es primeramente logocéntrica y el logos representa luz antes que verbo, mirada antes que sonido. Parece una paradoja, pero Platón, el sumo sacerdote de las nupcias de la razón y el mirar, fue el mayor censor de las imágenes. Las imágenes en Occidente siempre fueron estigmatizadas, hasta la aparición de la fotografía, que produjo una verdadera revolución copernicana en nuestra civilización; desde entonces las imágenes valen más que las palabras. Mientras la realidad esté bañada de luz, el ojo será nuestra principal forma de certidumbre. El ojo toca las cosas, es el tacto del intelecto, el tacto de las cosas que están lejanas. Pero el ojo no solo consiste en el taco de lo lejano, también se erige en el tribunal dónde los otros sentidos del cuerpo y del alma van a comparecer su verdad. Por el tacto sabemos que existen los objetos, por el ojo sabemos que esos objetos son reales, podemos darles nombres, sentido y así comunicarlos. El lenguaje no viene de la voz, viene de «una estética común» que solo puede ser formulada en términos de imagen; así pensaba Aristóteles.
El tacto no tiene que saber qué toca para tener la certeza de que algo existe, pero solo el ojo puede tener certezas. La incertidumbre, de este modo, aparece en un punto ciego, tal mácula siniestra en nuestra visión, surgida de pronto como un intruso que nos deja afásicos y «distanciados» de la realidad. Si no lo vemos, no podemos hablar del futuro. La incertidumbre, en este sentido, no es más que la constatación de que nuestras vidas se desenvuelven siempre sobre una escasa realidad.
José Lezama Lima decía que «la luz es el primer animal visible de lo invisible». En cabalgar a este indómito animal, que es la luz, para que nos lleve a los reinos de lo invisible, estriba el trabajo del fotógrafo, para quien lo visible expresa solo un medio, lo invisible un fin a capturar. No obstante, la incertidumbre, desde su trinchera, tiene su propia lógica: la falta de confianza en lo real que vemos, ese «pisar la dudosa luz del día» que tanto inquietaba a Luís de Góngora y que anunciaba la muerte del encantador Acis por los celos pétreos de Polifemo. Un cíclope es también la máquina fotográfica, la cual tiene un solo ojo, su lente. Corcel de lo visible y a la vez monstruo de la incertidumbre, la fotografía va siempre a horcajadas entre lo que se manifiesta y lo que se disimula, pues lo real ama ocultarse para el buscador de imágenes.
El trabajo de Ricardo Jiménez (Caracas, 1951) aborda este dudoso túnel donde la vista debe atravesar el agujero de la incertidumbre, el agujero de la luz que se no se escapa. ¿Dónde se encuentra ese agujero? ¿En el ojo, en las cosas?
Hay un dato que tiende a confirmar lo irresoluble de la cuestión, en una fotografía la mirada del fotógrafo y el mundo referenciado están en la misma dimensión, mundo y mirada se han vuelto lo mismo, una síntesis sin dialéctica, una alquimia entre sujeto y objeto. En el caso concreto de esta serie de Jiménez, Un fisgón más, hecha en la dura cuarentena caraqueña, el atanor que une la luz con lo incierto, la cámara con lo precario viene dado por unos binoculares. Fisgar significa la ilegitimidad de una curiosidad. ¿Qué hay de ilegítimo en observar el mundo cotidiano? Es quizás porque esta cotidianidad se ha vuelto una «nueva normalidad» que al ojo ya no le está dado andar libremente. Los binoculares vienen a ser al ojo lo que la mascarilla o el barbijo a la boca. La pandemia nos quita la continuidad inmediata con la realidad reclamando protección. El fisgón es cobarde, mira de lejos mientras protege su identidad, pero toca, manosea, con su vista. Exagerando esta intención al unir la cámara de un teléfono móvil, y por ello no con un teleobjetivo sino con un instrumento de origen militar, como los binoculares, el fotógrafo no solo busca una imagen, busca que veamos el modo en que observamos las cosas que ahora nos están vedadas, como la simple calle, el llano mundo exterior. Así en estas fotografías vemos la ruptura de la alquimia que hacía cercana a la imagen al interior de una fotografía y ahora vemos a la vez el mundo y nuestra distancia con el mundo. ¿Acaso vemos también nuestra cobardía, la cobardía de un fisgón cualquiera? Pero ¿no es además el devorador de fotografías el fisgón por excelencia? En este orden de ideas, Ricardo Jiménez nos comentó sobre esta serie lo siguiente: «quisiera que, en mis fotos, a partir de las cosas más simples, hubiese intriga o incógnita, algo inconcluso que el espectador tra- te de adivinar, por supuesto, cada quien se arma su propia historia». La evidencia de la fotografía no se encuentra en una historia, se haya en un fragmento de luz cautiva para siempre, la historia está en la cabeza de quien interpreta las imágenes. Solo que, en este caso, como lo ha impuesto la recelada pandemia, evidencia e incertidumbre son la misma cosa.
Si la experiencia de Ricardo Jiménez hay que buscarla en el encierro, la vivencia de Aarón Sosa (Caracas, 1980) se encuentra, como en el caso de millones de venezolanos, en el exilio, la forma por excelencia de estar recluido en la exterioridad, en la cárcel del afuera, donde queda prohibido atravesar los muros que nos separan de nuestro antiguo hogar. A su vez, Sosa es un discípulo privilegiado de un gran maestro cubano, Ramón Grandal, otro exiliado no solo del espacio, sino del tiempo que le tocó vivir. Grandal dejó una huella indeleble en la fotografía venezolana, tanto por su arte de producir documentos visuales, como por la escuela que legó a sus estudiantes. Sin embargo, la obra de Sosa se perfila en su propia innovación como el testimonio de un testigo ausente, como vagabundo de lo incierto, marcando todo su trabajo de fotografía documental con el sello de lo inolvidablemente misterioso. Quizás porque el no olvido es la casa principal del emigrante, de aquel que busca, incesante, incansable, el suelo perdido de la infancia en el mundo extrañado de la diáspora. De su prolífica serie In-xilios mostramos aquí un pequeño fragmento de aquella parte hecha desde que la pandemia llegó a América Latina y especialmente a Uruguay, su residencia actual de emigrante.
Sosa transforma el extrañamiento en una escena cotidiana, la patria extraviada en una cotidianidad que trata por todos los medios de hacerse familiar y que, no obstante, no puede. En esta voluntad de apropiación del lugar, la incertidumbre encuentra en la imagen su posibilidad de metamorfosis. Hay una ciudad conjeturada sobre la ciudad de los hechos; aquella ciudad profetizada se proyecta como un sueño desde el lugar de los primeros espejos, de las imágenes que formaron su concepción de la luz en el trópico montañoso de Caracas. De suerte que el ojo del niño pervive, como ángel guardián, en la mirada del adulto.
En relación con la pandemia del coronavirus y su mar de incertidumbres, que no es otra cosa que esta ausencia de «una imagen común» o colectiva del futuro, todo pasa como si nada hubiese pasado y entonces la imagen acontece también como un exilio. Sobre su destierro apenas voluntario nos cuenta este fotógrafo venezolano: «durante los últimos años el exilio se ha convertido en una forma de no sentirme parte de ningún lugar. Mientras no esté en mi país siempre me sentiré como un extranjero y la última vez que visité Venezuela, hace cinco años, entendí que ya mi país no era mi casa. Es un sentimiento confuso cuando entiendes que tu país es tu tierra, pero no tu casa». No es de extrañar entonces que la incertidumbre ya sea parte del emigrante como uno órgano más de su cuerpo, como una duda constante del futuro marcada en su piel. Entonces siempre va hacia delante como si caminase en dirección al pasado, a la tierra que dejó y que jamás volverá a ser su casa; el pasado es su encierro: «la incertidumbre es la falta de seguridad, el desconocimiento de lo que pueda suceder a futuro, tal vez eso mismo que siento ahora luego de varios años fuera de mi país. Es un no pertenecer a ningún lugar y no tener la certeza de donde estaremos dentro de algunos años». Como el espacio perdido a subsumido al tiempo inseguro del ojo migrante, vemos en las propias palabras de este fotógrafo en la diáspora que exilio e incertidumbre significan prácticamente un mismo sentimiento; un sentimiento, una huella, una marca imborrable, un grito que no cesa de indagar en lo ajeno lo propio y lo más íntimo: un inxilio.
Erik Del Bufalo
Caracas 2020
Publicado en el Nro 10 de la Revista Latinoamericana de Fotografía Sueño de la Razón